Me
molieron a palos, como a cibera, pero fue mi culpa, me ganaron las ganas de
mordisquear esa piel y fui a meterme entre las sábanas de la hija mayor, la del
sueño más liviano; cuando ella pega el grito es que me descubren, me rodean y
me estampan contra el piso de madera. Lo cínico del asunto es que llevaba en
esa casa semanas sin que nadie siquiera sospeche mi intromisión. Entré por la puerta
principal, cómo más si no, cuando habían salido a visitar a una familiar cercana
que, según decían en cada cena, tenía los días contados, de buen cuero y mil
rabias debe ser la vieja que hasta ahora la parca no se atreve a llevarla, no
como a mí que cuento esto desde algún lugar extraterrenal, pero ese es otro
asunto que no merece mi pena abordarlo ahora. Regresemos a lo que nos
concierne. Así vivía entre ellos: sin que lo noten y, pese a que pasé
inadvertido, llegué a sentirme parte del hogar. Para muestra un basta un botón:
compartía con esa familia, mi familia, absolutamente todo, desde un antojito de
medianoche hasta el más incómodo de los secretos, que de haberlos los hay y en
abundancia, como el eterno encono que se tienen padre e hijo o el abortivo
embarazo de la hija -del que por cierto la madre algo sabe- a la que quise
saborear y resulté apaleado. Había noches en las que mi insensatez y descuidos
estaban a punto de exhibirme, dado que disfruto desplazarme en la oscuridad y,
por más insignificantes que resulten mis pisadas, en la taciturna noche cada
sonido retumba como los sollozos de Eco. Fue entonces que aquella madrugada,
mientras la veía dormir, un no sé qué me puso la ¨piel¨ de gallina y sin considerar las consecuencias trepé a su
lecho. Desde allí aprecié su belleza durmiente, su fina piel y enredado cabello
y me dispuse a recorrerla. En un principio, soltó una risita que de a poco se
tornaba incómoda a la par que me dejaba caer enteramente sobre ella. De pronto
no pude más, no aguanté, no resistí… la mordí. Ella gritó, fue un alarido
terrible, su chillido me rompió los tímpanos, según he oído que así se llaman.
Quedé desorientado. En precipitada carrera se puso en pie y corrió a encender
la luz. Asumo que no le gusté, pues sus gimoteos se transformaron en gritos de
desespero. Lo siguiente fue macabro. Toda la familia sobre mí a palos. El
primer golpe certero lo recibí junto a la almohada que tenía todavía el aroma de
la dulce muchacha. Luego caí. Ya tumbado una reverenda paliza me dejó al borde
de la muerte. Ella me propinó la última estocada. Yo estaba paralizado. La vi alzar
los brazos, arma en mano. Antes del fatal impacto, aunque no me lo crea,
recobré la consciencia y susurré para mis adentros: Esto es todo, fue
suficiente para mí, un triste roedor.
APRENDIZ DE ESCRITOR, REMEDO DE POETA, AUTOR DE VARIAS OBRAS, DIRECTOR COLECCIÓN TALLER LITERARIO CES-AL.
domingo, 8 de septiembre de 2024
EL INTRUSO
Por: MSSB
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