domingo, 8 de septiembre de 2024

EL INTRUSO


Por: MSSB

Me molieron a palos, como a cibera, pero fue mi culpa, me ganaron las ganas de mordisquear esa piel y fui a meterme entre las sábanas de la hija mayor, la del sueño más liviano; cuando ella pega el grito es que me descubren, me rodean y me estampan contra el piso de madera. Lo cínico del asunto es que llevaba en esa casa semanas sin que nadie siquiera sospeche mi intromisión. Entré por la puerta principal, cómo más si no, cuando habían salido a visitar a una familiar cercana que, según decían en cada cena, tenía los días contados, de buen cuero y mil rabias debe ser la vieja que hasta ahora la parca no se atreve a llevarla, no como a mí que cuento esto desde algún lugar extraterrenal, pero ese es otro asunto que no merece mi pena abordarlo ahora. Regresemos a lo que nos concierne. Así vivía entre ellos: sin que lo noten y, pese a que pasé inadvertido, llegué a sentirme parte del hogar. Para muestra un basta un botón: compartía con esa familia, mi familia, absolutamente todo, desde un antojito de medianoche hasta el más incómodo de los secretos, que de haberlos los hay y en abundancia, como el eterno encono que se tienen padre e hijo o el abortivo embarazo de la hija -del que por cierto la madre algo sabe- a la que quise saborear y resulté apaleado. Había noches en las que mi insensatez y descuidos estaban a punto de exhibirme, dado que disfruto desplazarme en la oscuridad y, por más insignificantes que resulten mis pisadas, en la taciturna noche cada sonido retumba como los sollozos de Eco. Fue entonces que aquella madrugada, mientras la veía dormir, un no sé qué me puso la ¨piel¨ de gallina y sin considerar las consecuencias trepé a su lecho. Desde allí aprecié su belleza durmiente, su fina piel y enredado cabello y me dispuse a recorrerla. En un principio, soltó una risita que de a poco se tornaba incómoda a la par que me dejaba caer enteramente sobre ella. De pronto no pude más, no aguanté, no resistí… la mordí. Ella gritó, fue un alarido terrible, su chillido me rompió los tímpanos, según he oído que así se llaman. Quedé desorientado. En precipitada carrera se puso en pie y corrió a encender la luz. Asumo que no le gusté, pues sus gimoteos se transformaron en gritos de desespero. Lo siguiente fue macabro. Toda la familia sobre mí a palos. El primer golpe certero lo recibí junto a la almohada que tenía todavía el aroma de la dulce muchacha. Luego caí. Ya tumbado una reverenda paliza me dejó al borde de la muerte. Ella me propinó la última estocada. Yo estaba paralizado. La vi alzar los brazos, arma en mano. Antes del fatal impacto, aunque no me lo crea, recobré la consciencia y susurré para mis adentros: Esto es todo, fue suficiente para mí, un triste roedor. 


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