Por: MSSB
No se sabe a ciencia cierta,
porque hasta las ciencias tienen sus incógnitas, por qué nadie en la cuadra
creía que ¨El Morochero¨ había
comprado la casa esquinera en efectivo, sin cuotas, ni entradas, de golpe:
diciendo y haciendo. Quizá ni él mismo lo creía puesto que ¨ay se dan parejitas las viejas chismetes diciendo que uno es una especie
de lugarteniente, porque no llevo buen apellido, ni piel blanca, que qué voy yo
pues a ser el dueño de semejante residencia, como dicen esas viejas fisgonas.
Ah, pero tengo harta plata, más de la que ellas ostentan, hasta como para
componerle las emociones a la hija menor de la vieja más escueta, la huambra
esa metida en carnes, pálida y desabrida, a la que el hijo de mi compadre la
dejó plantada, como inútil acacia, en el altar de esa iglesia a la que solo van
los ricos¨.
No se puede omitir el detalle de
la desazón, el desencanto y el morbo que esta noticia generó en toda la cuadra
de esa gente de ¨sociedad¨. Los rumores
de que un cholo de nombre Miguel, hijo de un mulato llamado Manuel, allegado de
¨fulano de tal¨ que parecía que iba a
comprar la casa de don Camilo, puesto que ya la visitaba en reiteradas
ocasiones; estos rumores que Miguel le dejó con los churos hechos a la última y regordeta hija de la señorita Martina
causaron muchísima impresión y agitación, al punto que la infeliz y joven mujer
temía ser vista dadas las graves acusaciones que en sus anchos hombros recaían.
Simplemente no tenía perdón, ni por haberse enamorado del cholo Miguel, ni por
desobedecer a su madre y hacerse de compromiso con ese pobre diablo, peor por
permitirse tal humillación: que la dejen con el ramo en las manos y la permanente intacta. Estas múltiples
ofensas constituían lo que en su predeterminado y refinadísimo sociolecto llamaban:
una gravísima traición de clase.
No se debe olvidar el dizque poema con el que Miguel cautivó a
la hija de la señorita Martina, versos que los hizo en una noche y de tirón
cuando se propuso demostrar a su padre que él era capaz de enamorar a una de
esas mujeres de las que Manuel, un segurata de empresa pública que cumplía con
devoción sus funciones, con tanta dicha hablaba y se refería. ¨Si vieras Miguel como se peinan, como
hablan, las telas que llevan, el olor que tienen, el labial rojísimo que se
ponen; si vieras Miguel¨. Y el Miguel, cierta vez que su taita hubo de dejar en casa la
herramienta indispensable para su trabajo: el garrote, que servía para repeler
los muy injustísimos reclamos de la gente, encontrose con una parodia perfecta
de la imagen de mujer a la que su padre tanto rendía pleitesía: la hija de
quien hacía las veces de jefa y mandamás, la señorita Martina. Habláronse,
conociéronse. En la segunda oportunidad entregole el ¨poema¨. A la tercera propúsole casamiento. Todo indicaba que esta
muchacha era novel en los romances o que su físico no cabía en los cánones de
su estrato y que, por ende, le tocaba contentarse con lo que le toque en lugar
de escoger príncipe y principado, tal cual lo hacían sus hermanas, familiares,
amigas y círculo más o menos, más menos que más, cercano.
No se debe dejar pasar el
altísimo nivel literario de Miguel, ante el cual, la hija de la señorita
Martina sucumbió:
Al verte no sé qué me pasa
siento mi cabeza estallar
eres tan bonita y dulce
que me enamoras cada día más y más.
Eres una princesa
y yo un pelafustán,
amor incondicional te ofrezco,
amada mía, reina de mi paz.
No se conoce el tiempo exacto que
la última y regordeta hija de la señorita Martina sufrió el desamor de Miguel
acompañado de las injurias de los suyos, pero fue algo así como un mes, veinte
días, diez y nueve horas y dieciocho minutos hasta que alguien de la cuadra se
percató que, ciertamente, el ¨fulano de
tal¨, que tenía por oficio la venta ambulante de morochos, le compró,
mismamente, la casa a don Camilo. Entonces la atención cambió de foco y las
pesquisas se centraron en ¨El Morochero¨,
quien había comprado la casa esquinera, fruto del arduo trabajo, o no.
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