Por: MSSB
Sus manos quedaron tanto más
gastadas que sus viejos y raídos pantalones de pana café que, en forma de ancha
campana, tapaban los maltratados calzados que llevaba desatados. Taciturno, con
la mirada como perdida, no solo por lo visco que ponía el alcohol a su ojo
derecho, sino por la propia abstracción, don Serafín cavilaba, jadeante, sobre
la golpiza que le propinó a su mujer y la barriga de su segunda hembra que ya
empezaba a notársele. Y entre estas sesudas meditaciones se le fue toda la
noche y gran parte de la madrugada, ahí, en el zaguán de la propiedad que le
había heredado su padrino, un judío converso cristiano, de esos que además de
las vejaciones, obligaba a su esposa a tener intimidad con las prendas puestas.
Rememoraba este particular mientras la María lloraba y gemía en la pieza, a la
par que limpiaba sus cardenales con un trapo empapado en sangre, mismo que
tenía la función de dejar impecables las imágenes religiosas que abundaban en
la alcoba y en la estancia. Gran finca era, de establo posesa era y de
maldiciones también era.
Así pues, ha de explicarse lo que
motivó a don Serafín a agredir brutalmente, una vez más, a la María. Dícese que
distinguido varón, de pesada aguijada, gozaba, hace rato ya, de los favores de
otra mujer ajena a la desposada en lícito casamiento. La segunda hembra, como
cortésmente la llamaba Don Tarquino, íntimo compinche de Serafín, le devolvía
la templanza del pellejo a las carnes y hacía que encuentre en sus muslos el
vigor de la juventud pasada. El desliz no pareció agradarle a la María, quien,
según Tarquino, fue la culpable de que la segunda hembra quedase embarazada.
-Así mismito le vi a la María,
Serafín. Vile cuando vos fuistes
adonde tu segunda hembra que ella dizque
se iba al dique a remojarse. Pero ni se tocó el cuerpo, yo le vi hacer una
mezcla de hierbas buenas y malas en una ollita de barro ya medio andrajosa.
Luego después púsole a la olla una imagen de Santa Ana de cabeza y eso mandó
corriente abajo. Yo le vi, Serafín.
Serafín, lejos de cuestionarse
qué hacía Tarquino espiando a su mujer en el dique, automáticamente captó el
socarrón mensaje que su amigo quería transmitirle: la María sabía de su
aventurilla y le hizo brujería para que su mocita
quedase preñada.
-Pero calma, Serafín, que pa todo ay solución menos pa la
muerte. Contábame mi finada mamaíta que cuando uno es víctima de brujería lo
mejor, antes de ir a cualesquier curandera, es encarar al hechor de la maldad y
darle una buena tunda, así que el hechizo ya no valga.
Fue de este modo que, cuando la
segunda hembra díjole a Serafín que estaba esperando un vástago suyo e hízole
palpar la pequeña protuberancia de su vientre, no tuvo más remedio que aplicar
la estrategia del bueno de Tarquino que en cosas del amor, el vicio y las
supersticiones siempre llevaba la razón.
Una noche en la que el sol no
quería caer, don Serafín, henchido en licor, convencido de la historia de
Tarquino, llegó a su predio. Tumbó la puerta donde pernoctaba con María.
Encontrole, como de costumbre, de rodillas rezando. De un tirón a su cabellera
la puso en pie, la atestó de un sinnúmero de trompadas, manotadas, escupitajos
y patadas que a la pobre apenas le quedaron fuerzas para respirar.
A la mañana siguiente de lo que
se ha intentado narrar, don Serafín abandonó el zaguán con los primeros rayos
de luz. Caminó meditabundo, dudoso si la paliza funcionaría o no. Asomose a la
casita de adobe y techo de paja en la que residía la segunda hembra. Colocose
tras una viga, afinó la vista y a través del destartalado ventanal vio las
sábanas de su concubina, de la nada, tornarse carmesí, se hicieron de un fatal
rojo fetal. Esto comprendía la evidencia irrefutable de que don Tarquino fue
oportuno en los consejos brindados a don Serafín. Este, al presenciar el
exitoso aborto, no hallo mejor dicha. Saltando sobre un solo pie, en gran seña
de alegría, volvió a su casa. Entró al sitio en el que el azotamiento tuvo
lugar. Allí yacía moribunda la María. Se le acercó, estrelló sus labios vehemente
contra los de la molida y salió chiflando a contar las buenas nuevas a su
íntimo compinche, quien lo había visto todo con burlona sonrisa.
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