miércoles, 17 de julio de 2024

LA MALDICIÓN DE LA QUE DON SERAFÍN HUBO DE LIBRARSE

Por: MSSB


Sus manos quedaron tanto más gastadas que sus viejos y raídos pantalones de pana café que, en forma de ancha campana, tapaban los maltratados calzados que llevaba desatados. Taciturno, con la mirada como perdida, no solo por lo visco que ponía el alcohol a su ojo derecho, sino por la propia abstracción, don Serafín cavilaba, jadeante, sobre la golpiza que le propinó a su mujer y la barriga de su segunda hembra que ya empezaba a notársele. Y entre estas sesudas meditaciones se le fue toda la noche y gran parte de la madrugada, ahí, en el zaguán de la propiedad que le había heredado su padrino, un judío converso cristiano, de esos que además de las vejaciones, obligaba a su esposa a tener intimidad con las prendas puestas. Rememoraba este particular mientras la María lloraba y gemía en la pieza, a la par que limpiaba sus cardenales con un trapo empapado en sangre, mismo que tenía la función de dejar impecables las imágenes religiosas que abundaban en la alcoba y en la estancia. Gran finca era, de establo posesa era y de maldiciones también era.

Así pues, ha de explicarse lo que motivó a don Serafín a agredir brutalmente, una vez más, a la María. Dícese que distinguido varón, de pesada aguijada, gozaba, hace rato ya, de los favores de otra mujer ajena a la desposada en lícito casamiento. La segunda hembra, como cortésmente la llamaba Don Tarquino, íntimo compinche de Serafín, le devolvía la templanza del pellejo a las carnes y hacía que encuentre en sus muslos el vigor de la juventud pasada. El desliz no pareció agradarle a la María, quien, según Tarquino, fue la culpable de que la segunda hembra quedase embarazada.

-Así mismito le vi a la María, Serafín. Vile cuando vos fuistes adonde tu segunda hembra que ella dizque se iba al dique a remojarse. Pero ni se tocó el cuerpo, yo le vi hacer una mezcla de hierbas buenas y malas en una ollita de barro ya medio andrajosa. Luego después púsole a la olla una imagen de Santa Ana de cabeza y eso mandó corriente abajo. Yo le vi, Serafín.

Serafín, lejos de cuestionarse qué hacía Tarquino espiando a su mujer en el dique, automáticamente captó el socarrón mensaje que su amigo quería transmitirle: la María sabía de su aventurilla y le hizo brujería para que su mocita quedase preñada.  

-Pero calma, Serafín, que pa todo ay solución menos pa la muerte. Contábame mi finada mamaíta que cuando uno es víctima de brujería lo mejor, antes de ir a cualesquier curandera, es encarar al hechor de la maldad y darle una buena tunda, así que el hechizo ya no valga. 

Fue de este modo que, cuando la segunda hembra díjole a Serafín que estaba esperando un vástago suyo e hízole palpar la pequeña protuberancia de su vientre, no tuvo más remedio que aplicar la estrategia del bueno de Tarquino que en cosas del amor, el vicio y las supersticiones siempre llevaba la razón.

Una noche en la que el sol no quería caer, don Serafín, henchido en licor, convencido de la historia de Tarquino, llegó a su predio. Tumbó la puerta donde pernoctaba con María. Encontrole, como de costumbre, de rodillas rezando. De un tirón a su cabellera la puso en pie, la atestó de un sinnúmero de trompadas, manotadas, escupitajos y patadas que a la pobre apenas le quedaron fuerzas para respirar.

A la mañana siguiente de lo que se ha intentado narrar, don Serafín abandonó el zaguán con los primeros rayos de luz. Caminó meditabundo, dudoso si la paliza funcionaría o no. Asomose a la casita de adobe y techo de paja en la que residía la segunda hembra. Colocose tras una viga, afinó la vista y a través del destartalado ventanal vio las sábanas de su concubina, de la nada, tornarse carmesí, se hicieron de un fatal rojo fetal. Esto comprendía la evidencia irrefutable de que don Tarquino fue oportuno en los consejos brindados a don Serafín. Este, al presenciar el exitoso aborto, no hallo mejor dicha. Saltando sobre un solo pie, en gran seña de alegría, volvió a su casa. Entró al sitio en el que el azotamiento tuvo lugar. Allí yacía moribunda la María. Se le acercó, estrelló sus labios vehemente contra los de la molida y salió chiflando a contar las buenas nuevas a su íntimo compinche, quien lo había visto todo con burlona sonrisa.  


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